Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros
Solamente en palabras, sino también
En poder, en el Espíritu Santo.
1 Tesalonicenses 1:5

De modo que si alguno está en Cristo,
Nueva criatura es.
2 Corintios 5:17

Tienes nombre de que vives, y estéis muerto.
Apocalipsis 3:1



PARA el que es meramente un estudiante, estos versículos pueden Ser interesantes, pero para una persona seria que anhela alcanzar la vida eterna bien pueden resultar más que un poco perturbadores. Porque evidentemente enseñan que el mensaje del evangelio puede ser recibido en una de dos maneras: solo en palabra, sin poder; o en palabra con poder. Pero se trata del mismo mensaje tanto si viene en palabra como si viene en poder. Y estos versículos enseñan además que cuando el mensaje es recibido en poder, causa un cambio tan radical que recibe el nombre de nueva creación. Pero el mensaje puede ser recibido sin poder, y evidentemente algunos lo han recibido así, porque tienen nombre de qué viven, y están muertos. Todo esto está presente en estos textos.
Observando la manera de actuar de los hombres cuando juegan, he podido llegar a comprender mejor la manera de actuar de los hombres cuando oran.

Desde luego, la mayor parte de los hombres Juegan a religión como Juegan en sus juegos, siendo la religión misma, de entre todos los Juegos, el de más universal aceptación. Los varios deportes tienen sus reglas, sus pelotas y sus Jugadores. El Juego excita el interés, da placer y consume tiempo, y cuando ha terminado, los equipos competidores ríen y abandonan el campo. Es cosa común ver a un Jugador abandonar un equipo para unirse a otro, y jugar al cabo de pocos días contra sus antiguos compañeros con tanto ímpetu como antes lo hacía con ellos. Todo es arbitrario.

Consiste en resolver problemas artificiales y atacar dificultades que han sido creadas deliberadamente por amor al juego. No tiene raíces morales, ni se supone que las tenga. Nadie mejora por todo este autoimpuesto afán. Se trata sólo de una placentera actividad
Que nada cambia y que a fin de cuentas nada arregla.

Si las condiciones que describimos se limitaran al campo de juego, podríamos pasarlo por alto sin pensarlo dos veces, pero ¿qué vamos a decir cuando este mismo espíritu entra en el santuario y decide la actitud de los hombres para con Dios y la religión?
Porque la Iglesia tiene asimismo sus campos de Juego y sus normas, y su equipo para Jugar al juego de las palabras piadosas. Tiene sus devotos, tanto laicos como profesionales, que sustentan el Juego con su dinero y que lo alientan con su presencia, pero que no son diferentes en vida y carácter con respecto a muchos que no se toman interés alguno en religión.

Así como un atleta emplea la pelota, de la misma manera otros emplean las palabras: palabras habladas y palabras cantadas, palabras escritas y palabras pronunciadas en oración. Las echamos rápidamente a través del campo; aprendemos a manejarlas con destreza y gracia: edificamos reputaciones sobre nuestra habilidad con ellas, y logramos como nuestra recompensa el aplauso de los que han disfrutado con el juego.

Pero la vaciedad de todo ello es evidente en el hecho de que después del placentero juego religioso nadie es básicamente diferente en absoluto de lo que había sido antes. Las bases de la vida permanecen sin mutación, rigen los mismos antiguos principios, las mismas antiguas normas de Adán.

No digo que la religión sin poder no cause cambio alguno en la vida de las personas; sólo que no hace ninguna diferencia fundamental. El agua puede cambiar de líquido a vapor, de vapor a nieve, y volver a ser líquida, y seguir siendo fundamentalmente lo mismo. Así, la religión impotente puede llevar al hombre a través de muchos cambios superficiales, y dejarlo exactamente como era antes.

Ahí es precisamente donde está el lazo. Los cambios son sólo de forma, y no de naturaleza. Detrás de las actividades del hombre irreligioso y del hombre que ha recibido el evangelio sin el poder subyacen los mismos motivos. Un ego no bendecido se encuentra en el fondo de ambas vidas, consistiendo la diferencia en que el religioso ha aprendido mejor a disfrazar su vicio. Sus pecados son refinados y menos ofensivos que antes que adoptara la religión, pero el hombre mismo no es mejor a ojos de Dios. Puede en realidad ser peor, porque Dios siempre aborrece la artificialidad y la falsa pretensión. El egoísmo sigue palpitando como el motor en el centro de la vida de aquel hombre. Cierto, puede aprender a redirigir sus impulsos egoístas, pero su mal es que el yo sigue viviendo sin reprensión e incluso insospechado en las profundidades de su corazón. Es víctima de una religión sin poder... CONTINUARA

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