En Palabra o en Poder (2 parte)




¿Es la absolución de los delitos pasados todo lo que distingue a un cristiano de un pecador?


¿Puede alguien llegar a ser un creyente en Cristo y no ser mejor de lo que era antes?


¿No ofrece el evangelio nada más que un hábil Abogado para lograr que unos pecadores culpables salgan sueltos en el día del Juicio?


Creo que la verdad en todo este asunto no es ni demasiado profunda ni demasiado difícil de descubrir. La Justicia propia es una barrera efectiva al favor de Dios porque lleva al pecador a apoyarse en sus propios méritos y lo excluye de la Imputación de la justicia de Cristo. Y es necesario ser un pecador confeso y conscientemente perdido para el acto de la recepción de la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Esto lo admitimos gozosamente y lo proclamamos constantemente, pero he aquí la verdad que ha sido pasada por alto en nuestros días: Un pecador no puede entrar en el reino de Dios.


Los pasajes bíblicos que declaran esto son demasiados y demasiado conocidos para que se necesite repetirlos aquí, pero el escéptico podría consultar Gálatas 5:19-21 y Apocalipsis 21:8. ¿Cómo, entonces, puede salvarse nadie? El pecador arrepentido se encuentra con Cristo, y después de este encuentro salvador ya no es más pecador. El poder del evangelio lo cambia, muta la base de su vida desde el yo a Cristo, lo dirige en una nueva dirección y hace de él una nueva creación. El estado moral de arrepentido que acude a Cristo no afecta el resultado, porque la obra de Cristo barre tanto su bien como su mal y lo transforma en otro hombre. El pecador que se vuelve no es salvado por una transacción judicial aparte de un cambio moral correspondiente.

La salvación debe Incluir un cambio de posición judicial, pero lo que es pasado por alto por la mayor parte de los maestros es que también incluye un cambio real en la vida de la persona. Y por esto significamos más que un cambio superficial: nos referimos a una transformación tan profunda como las raíces de su vida humana. Si no llega a esta profundidad, no es suficientemente profunda.

Si no hubiéramos sufrido primero un serio declive en nuestras expectativas, no habríamos llegado a aceptar esta mansa postura técnica acerca de la fe. Las iglesias (incluso las evangélicas) son de espíritu mundano, están moralmente anémicas, a la defensiva, imitando en lugar de iniciando y en general en un estado miserable, debido a que durante dos generaciones se les ha estado diciendo que la Justificación no es más que un veredicto de «no culpable» pronunciado por el Padre Celestial sobre aquel pecador que pueda presentar la mágica moneda de la fe con el maravilloso «ábrete sésamo» acuñado sobre ella. Si no se dice de una manera tan clara, por lo menos se presenta el mensaje de modo que crea esta Impresión. Y todo esto es resultado de oír la predicación de la Palabra sin poder, y de recibirla de la misma manera.

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